Om Suave Es la Noche
En la primavera de 1917, cuando el doctor Richard Diver llegó a Zurich por primera vez, tenía veintiséis años, que es una edad excelente para un hombre; la mejor de todas, en realidad, si es soltero. Incluso en tiempos de guerra era una buena edad para Dick, que era ya demasiado valioso, se había invertido en él demasiado como para correr el riesgo de enviarlo al frente. Pensando en esto años después, le parecía que para lo bien protegido que estaba no había salido tan bien parado, pero tampoco estaba totalmente seguro de ello. En 1917, ni se lo planteaba, y decía en tono de disculpa que la guerra no le afectaba en absoluto. Las instrucciones de las autoridades militares de las que dependía eran que debía completar sus estudios en Zurich y obtener un título tal como había planeado. Suiza era una isla, bañada a un lado por las oleadas de truenos de los alrededores de Gorizia y al otro por las cataratas del Somme y el Aisne. Por una vez parecía haber más extranjeros intrigantes que enfermos en los cantones, pero esto había que adivinarlo, pues los hombres que cuchicheaban en los cafetines de Berna y de Ginebra lo mismo podían ser vendedores de diamantes o viajantes de comercio. No obstante, todo el mundo había visto pasar los trenes interminables de soldados ciegos o tullidos y los camiones de moribundos que se cruzaban entre los lagos luminosos de Constanza y Neuchátel. En las cervecerías y en los escaparates de las tiendas había carteles llenos de colorido en los que se representaba a los suizos defendiendo sus fronteras en 1914. Con expresión entre iluminada y feroz, hombres jóvenes y viejos contemplaban desde lo alto de las montañas a unos franceses y alemanes fantasmagóricos; se trataba de convencer a los suizos de que su corazón había compartido la gloria contagiosa de aquellos días. Como la masacre no cesaba, los carteles fueron desapareciendo, y cuando los Estados Unidos se metieron chapuceramente en la guerra, no hubo país más sorprendido que su república hermana.
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