Om LA PIEDRA ANGULAR
Rendido ya de lo mucho que se prolongara la consulta aquella tarde tan gris y melancólica del mes de marzo, el Doctor Moragas se echó atrás en el sillón; suspiró arqueando el pecho; se atusó el cabello blanco y rizoso, y tendió involuntariamente la mano hacia el último número de la Revue de Psychiatrie, intonso aún, puesto sobre la mesa al lado de cartas sin abrir y periódicos fajados. Mas antes de que deslizase la plegadera de marfil entre las hojas del primer pliego, abriose con estrépito la puerta frontera a la mesa escritorio, y saltando, rebosando risa, batiendo palmas, entró una criatura de tres a cuatro años, que no paró en su vertiginosa carrera hasta abrazarse a una pierna del Doctor.
-¡Nené! -exclamó él alzándola en vilo-. ¡Si aún no son las dos! A ver cómo se larga usted de aquí. ¿Quién la manda venir mientras está uno ocupado?
Reía a más y mejor la chiquilla. Su cara era un poema de júbilo. Sus ojuelos, guiñados con picardía deliciosa, negros y vivos, contrastaban con la finura un tanto clorótica de la tez. Entre sus labios puros asomaba la lengüecilla color de rosa. El rubio y laso cabello le tapaba la frente y se esparcía como una madeja de seda cruda por los hombros. Al levantarla el Doctor, ella pugnó por mesarle las barbas o el pelo, provocando el regaño cómico que siempre resultaba de atentados por el estilo.
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