Om Hermosos y Malditos
En 1913, cuando Anthony Patch cumplió los veinticinco, habían transcurrido ya dos años desde que la ironía ¿el Espíritu Santo de estos últimos tiempos¿ descendiera, al menos teóricamente, sobre él. La ironía era como el toque final a los zapatos, como la última pasada de cepillo a la ropa, una especie de «¡Ya está!» intelectual; sin embargo, al comienzo de esta historia, Anthony no ha hecho más que alcanzar el uso de razón. La primera vez que lo vemos se pregunta con frecuencia si no será un hombre sin honor y algo chiflado, una sustancia vergonzosa y obscenamente delgada que brilla sobre la superficie del mundo como el aceite sobre un estanque de aguas cristalinas; aunque en otras ocasiones, por supuesto, se considera un joven excepcional, extraordinariamente refinado, bien integrado en su medio ambiente y, en cierto modo, más importante que todas las personas que conoce. Tal era su actitud si se encontraba bien, y entonces se convertía en una persona jovial, agradable, que resultaba muy atractiva a los hombres inteligentes y a todas las mujeres. Cuando se hallaba en este estado, Anthony estaba convencido de que algún día llevaría a cabo algo sutil y poco ruidoso que los elegidos considerarían meritorio y que al desaparecer él se incorporaría a las mortecinas estrellas de un nebuloso e indeterminado paraíso, situado a mitad de camino entre la muerte y la inmortalidad. Hasta que llegara el momento de realizar este esfuerzo, él seguiría siendo Anthony Patch, no el simple retrato de un hombre, sino el poseedor de una personalidad dinámica y claramente delineada, un individuo obstinado, desdeñoso, que funcionaba de dentro afuera; un hombre consciente de que no puede haber honor, pero sin dejar por ello de ser honorable; al tanto de las ambigüedades de la intrepidez y, sin embargo, valeroso.
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